Durante la primera noche de verano hubo tormenta. Me asomé al balcón para contemplar los dibujos que formaban los rayos recortados en el cielo. También me paré a escuchar los truenos que retumbaban, tan fuerte que me hacían vibrar el pecho. Después de eso llegaron las gotas. Pero no gotas finas que no mojaban a penas, sino gotas gordas, pesadas, que explotaban en los brazos, empapándote… Allí parados en el balcón de mi habitación, los pensamientos de una persona más colgados en el tiempo.
Y pensé… pensé que los rayos, tan breves, parecen gigantescos flashes. Los flashes de una cámara gigante, que todo lo capta. Una luz que en apenas unas décimas de segundo puede iluminarlo todo. No hay nada que escape de su alcance, nos ilumina a todos por igual. Los rayos, durante la primera noche de verano, me hicieron pensar en lo iguales que somos todos, y también en lo insignificantes que somos, tanto nosotros como nuestras ridículas casas y calles, cines y tiendas, ante la enormidad de todo lo demás.
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